Es absurdo tratar a la Alquimia de falsa por el hecho de ser acientífica... si se desarrolló en un tiempo en el que precisamente la ciencia, tal y como la entendemos hoy en día, era algo que no existía en absoluto. Los métodos alquímicos, ciertamente, distan mucho de los frios, racionales y lógicos métodos científicos actuales, pero no por ello dejaron de ser en multitud de ocasiones completamente efectivos. La lista de los grandes descubrimientos químicos realizados por los alquimistas sería interminable: Alberto Magno describe en sus obras la composición química del cinabrio y del minio, Raimundo Lulio dio la receta para la preparación del bicarbonato potásico, Basilius Valentinus fue el descubridor de los ácidos sulfúrico y clorhídrico, el alemán Brandt descubrió el fósforo, Vigenère hizo lo mismo con el ácido benzoico, Paracelso fue el primero en descubrir el zinc, Juan Baustista della Porta fue el primero en preparar el óxido de estaño. Multitud de alquimistas descubrieron en su tiempo (y algunos de ellos perecieron por su causa) la pólvora, en el curso de sus trabajos alquímicos.
La Alquimia se vio completamente desacreditada por la avalancha de racionalismo que inundó el siglo XVIII y siguientes. Hoy en día, sin embargo, algunas ramas de la ciencia de vanguardia, principalmente la física atómica han redescubierto con gran sorpresa la Alquimia. Los físicos atómicos descubren con estupor que llegan a conseguir transmutaciones como las que los alquimistas decían poder realizar en sus hornos. Eric Edward Dutt abtuvo rastros de oro en las superficies de sus muestras metálicas tras someterlas a una descarga condensada a través de un conductor de boruro de tungsteno; los rusos obtendrían más tarde idénticos resultados usando potentes ciclotrones. El agua pesada, ¿NO ES LO MISMO QUE EL "AQUA PERMANENS" DE LOS ALQUIMISTAS, CON LA ÚNICA DIFERENCIA DE QUE LOS MODERNOS LABORATORIOS LA CONSIGUEN, TRABAJANDO CON LUZ POLARIZADA (la luz de la Luna es luz polarizada) EN POCO TIEMPO, MIENTRAS QUE LOS ALQUIMISTAS NECESITABAN PARA ELLO MÁS DE VEINTE AÑOS? El agua pesada, los superconductores (que el físico obtiene a temperaturas cercanas al cero absoluto), los elementos isotópicos... todos tienen sus analogías en la antigua literatura alquimista. Tan sólo hay una diferencia: el científico de hoy llega a sus resultados en poco tiempo (pueden realizarse miles de ensayos en el poco tiempo de unas horas), con la ayuda de complicados y costosos aparatos y dispendiando grandes cantidades de energía. Los alquimistas, por su parte, usaban un reducido laboratorio de cocina, unos medios casi insignificantes... pero tenían toda una vida por delante.
Sea como fuere, hay que aceptar que algunos relatos que han llegado hasta nosotros sobre la obtención de la Piedra filosofal y la obtención del oro alquímico son una realidad. Y no hablamos con ello de los alquimistas fraudulentos, aquellos que utilizaban unos bien aprendidos trucos para engañar a los incautos con falso oro y falsas Piedras filosofales, sino alquimistas reconocidos por su honestidad. Más allá de las recetas que, como la mayor parte de los grimorios, nos indican los "métodos infalibles de conseguir oro, la juventud eterna, la invisibilidad, etc.", algunos alquimistas afirman seriamente haber hallado el secreto de la Piedra filosofal. Hay pruebas (aunque para muchos sean circunstanciales) de ello.
Hay medallas conmemorativas acuñadas en oro alquímico. Aunque todos estos alquimistas hayan muerto llevándose su secreto a la tumba, estas pruebas han quedado.
Y sus relatos también.
ALGUNAS TRANSMUTACIONES CELEBRES
NICOLAS FLAMEL
Algunos alquimistas se han hecho célebres por las transmutaciones a ellos atribuidas. Entre todos ellos, el más importante quizá sea Nicolás Flamel, que relató por sí mismo su gran éxito, obtenido según sus propias palabras gracias a un viejo libro "bien encuadernado, con tapas de talón, todo él grabado con letras y cubierto con extrañas figuras", y que le fue descifrado por un médico judío. Gracias a él, y a sus constantes e infatigables prácticas ("después de largos errores de tres años, durante los cuales no hice nada más que estudiar y trabajar"), consiguió lo que deseaba. Proyectó (la Piedra filosofal era llamada también "Piedra de proyección", ya que para transmutar un metal en oro debía proyectarse, una vez reducida a polvo, sobre éste, a fin de que penetrara profundamente en él) su Piedra sobre mercurio, "del que saqué media libra, o algo así, de plata pura, mejor que aquella de la mina". Hizo más tarde otra proyección de su Piedra roja, también sobre mercurio, "en la misma casa (su casa), e igualmente con la única presencia de Perrnelle (su esposa y colaboradora), el vigesimoquinto día de abril del mismo año (1382), hacia las cinco de la tarde, lo cual transmuté realmente en algo casi tan puro como el oro, más ciertamente que el oro común, más suave y maleable". Se trataba, naturalmente, de oro alquímico. Posteriormente, realizó el mismo experimento muchas otras veces, alcanzando cada vez una mayor perfección y dominio de su técnica.
Algunos, indudablemente, se reirán ante este relato, que podría escribir cualquiera, pues cualquiera puede inventar los más fabulosos éxitos con tan sólo un poco de imaginación. Sin embargo, hay otras circunstancias dignas de tener en cuenta en este caso. Nicolás Flamel, cuyo oficio era el de escribano público, dispendió a lo largo de su vida ingentes cantidades de dinero realizando obras de caridad: construyó y mantuvo catorce hospitales en París, tres nuevas capillas, hizo donación de importantes cantidades de dinero a otras tantas iglesias, y realizó un sin fin de buenas obras que sus ingresos normales no podían justificar ni en una milésima parte. Algunos historiadores intentan explicar esta riqueza afirmando que Flamel mantenía tratos secretos con los comerciantes judíos de París. Tal vez, aunque de todos modos el dinero ganado por él seguía siendo demasiado. ¿O acaso consiguió realmente fabricar oro?
En cualquier caso aun hoy en día puede leerse una placa conmemorativa en cierta calle de París, justo donde desafiando el tiempo se mantiene en pie el que seguramente es el edificio más antiguo de la ”Ciudad de la Luz”
La placa homenaje del pueblo de Paris a Nicolas Flamel reza asi: “Aquí vivió Nicolas Flamel, un rico burgués parisiense, feligrés de Saint-Jacques de la Boucherie, al que una leyenda tenaz quiere convertir en alquimista en busca de la piedra filosofal y del modo de convertir el plomo en oro”.
Nadie niega, sin embargo, que Flamel dedicó toda su fortuna a la construcción de albergues para mendigos, hospitales y el cementerio de los Inocentes, en cuyo frontispicio hizo grabar un jeroglífico con las claves de la ciencia de Hermes, que él aprendió, según cuenta en su críptica y deslumbrante obra, del maestro Canches en León.
Construida en 1407, con símbolos alquimistas grabados por el mismo Flamel en los muros. El apartamento de Nicolas Flamel y su mujer Pernelle se encontraba en el tercer piso.
VAN HELMONT
Juan Bautista van Helmont, que vivió en los siglos XVI y XVII, fue un hombre de amplia erudición, instruido en química, fisiología y medicina, además de poseer una amplia cultura científica que abarcaba todas las disciplinas conocidas en aquella época. Entre sus aportaciones al progreso humano se cuenta la de ser el primero en descubrir y afirmar públicamente que existían otros gases además del aire que respiramos, así como el darles a dichos gases su nombre, creando la palabra con la que se les designa aún actualmente: "gas".
Como persona interesada en todas las disciplinas científicas, se interesó también en la Alquimia, y entre sus trabajos (recopilados y publicados por su hijo) figuran varios relatos de transmutaciones efectuadas por él mismo por mediación de la Piedra filosofal. También es digno de ser notado el hecho de que describió a la misma piedra como usada en medicina, hecho que más tarde citarían también otros alquimistas.
Este médico y químico belga (nacido en Bruselas en 1577) hizo uno de los principales descubrimientos científicos: el de gas. Percibió la presencia del ácido carbónico y por deducción, comprendió que se trataba de un nuevo cuerpo químico. (...)
Descubrió también la existencia de hidrógeno sulfurado en el Intestino grueso del cuerpo humano; comprobó la presencia de un jugo ácido segregado por el estómago; preparó el ácido clorhídrico, el aceite de azufre, el acetato de amoniaco, etc. Parece difícil imaginar mejor testigo para el caso de transmutación.
Por otra parte, Louis Figuier se ve obligado a escribir lo siguiente, aunque se esfuerce por demostrar la irrealidad de las transmutaciones: “los filósofos herméticos han citado siempre con gran aplomo el testimonio de Van Helmont para sustentar como verídico el hecho general de las transmutaciones. Desde luego, resulta difícil encontrar una autoridad más fidedigna e impresionante que la del ilustre médico y químico cuya justa fama como sabio sólo es comparable a su reputación de hombre recto. Las circunstancias en que se realizaban las transmutaciones eran suficientemente insólitas para causar asombro, y es comprensible que el propio Van Helmont se sintiera inclinado a proclamar la verdad de los principios alquímicos tras la singular operación realizada por él mismo.”
Allá por 1618, cuando trabajaba en su laboratorio de Vilvorde, Van Helmont recibió la visita de un desconocido que quería, según dijo, conversar con él sobre una materia de interés para ambos. Al principio, el sabio lo tomó por algún colega deseoso de tratar sobre asuntos médicos; pero el desconocido abordó, sin rodeos, el arte hermético. Van Helmont le interrumpió al instante diciéndole que, en su opinión, la alquimia era una superstición carente de toda realidad científica y que no quería hablar de ella. Entonces, el forastero le dijo:
—Comprendo que no deseéis discutir sobre ello, Maese Van Helmont; pero, ¿queréis hacerme creer que tampoco deseáis verlo?
Algo sorprendido, el sabio le preguntó qué entendía él exactamente por “verlo”, El otro respondió:
—No estoy contándoos una fábula si os aseguro que la piedra filosofal existe y está dotada de un poder transmutatorio. Tal vez me creáis, y yo me resigno. Pero, ¿seguiréis haciéndolo si yo os entrego una porción de esa piedra y os dejo operar por vuestra propia cuenta?
Van Helmont, creyendo habérselas con un loco o un charlatán respondió que se prestaría a hacer el experimento con el trozo de la piedra siempre ycuando su interlocutor le permitiera actuar solo y establecer sus propias condiciones. Creyó que así desanimaría al personaje, pero ose equivocó. El visitante aceptó inmediatamente la propuesta y depositó sobre una cuartilla, en la mesa del químico, algunos granos de un polvo que Van Helmont describió así: “He visto y manipulado la piedra filosofal. Tenía el color del azafrán en polvo era pesada y brillaba como el vidrio fragmentado.”
Una vez hecho esto, el desconocido pidió permiso para retirarse; Como Van Helmont quisiera saber si volvería para comprobar los resultados de la experiencia, él le respondió que no era necesario, porque tenía absoluta confianza en el éxito de la empresa. Mientras le acompañaba hasta la puerta, preguntó que por qué se había fijado precisamente en él para hacer tal experimento, y el otro le contestó que “deseaba convencer a un ilustre sabio cuyos trabajos honraban al país.”
Desconcertado un tanto ante la firmeza de su interlocutor, el químico decidió hacer el ensayo. Hizo preparar a sus ayudantes de laboratorio un crisol, donde se colocaron ocho onzas de mercurio. Una vez se hubo fundido el metal, Van Helmont echó la pequeña porción de materia que le entregara el desconocido, después de envolverla en un papel, como se le había recomendado. Luego tapó el crisol y aguardó durante un cuarto de hora; concluido ese plazo, hizo llenar de agua el crisol, que se rompió violentamente, con el súbito enfriamiento: en el centro había un trozo de oro cuyo peso era igual al del mercurio que se depositara en él.
Este relato no es imaginario ni mucho menos. Fue el propio Van Helmont quien dejó constancia, por escrito, de los citados acontecimientos, y los hizo publicar bajo su nombre y responsabilidad. En efecto, tuvo valor y —¿por qué no decirlo?— espíritu científico suficientes para reconocer el error en público y proclamar su convencimiento sobre la realidad del hecho alquímico. (Su obra se titula L’aurore de la medicine) En recuerdo de aquella experiencia, puso el nombre de Mercurio a un hijo suyo, que llegó a ser un ferviente defensor de la alquimia, como lo demostró enseguida convirtiendo al famoso filósofo Leibniz.
HELVETIUS
Juan Federico Schweitzer, conocido más comúnmente como Helvetius (tanto Schweitzer en alemán como Helvetius en latín quieren decir lo mismo: suizo), es también el autor de otro relato sobre transmutaciones considerado como uno de los más importantes de la literatura alquímica... ya que Helvetius era un encarnizado adversario de todas las Artes alquímicas. En su obra El becerro de oro, describe que una noche de diciembre de 1666 un desconocido se presentó en su casa preguntándole si creía en la Piedra filosofal. Helvetius, naturalmente, respondió que no; y entonces el desconocido le mostró una cajita de marfil, en cuyo interior
había tres pedazos de una sustancia transparente, parecida al ópalo, "no mayores que una nuez".
Helvetius le pidió que le diera uno de aquellos fragmentos, y como respuesta recibió tan sólo una negativa. Pidió entonces al menos una demostración. El desconocido respondió que en aquel momento no podía hacerla, pero que volvería después de tres semanas y se la daría. En el tiempo prometido volvió el misterioso personaje, diciéndole que no había sido autorizado a realizar lo que había prometido, pero que a cambio le entregaría un fragmento de la Piedra, no mayor que una semilla de mijo, y que partió aún en dos mitades cuando Helvetius se quejó de que era demasiado pequeño. "Con esto -dijo, entregándole uno de los dos fragmentos- tendrá bastante, y aún le sobrará".
Helvetius tuvo que hacerle entonces una confesión: en su anterior visita, y ante la negativa del desconocido a entregarle la Piedra, había raspado uno de los fragmentos con su uña, logrando arrancarle unas partículas.
Había intentado transmutar el plomo en oro con ellas, no logrando más que cambiarlo en vidrio. Le comunicó el fracaso al desconocido, y le mostró todo lo que había conseguido. "Hay que envolver la piedra en cera amarilla -le dijo éste-, para que pueda penetrar bien el plomo y no le dañen los vapores desprendidos". Tras esto, y después de entregarle el microscópico fragmento de Piedra, se marchó, prometiendo volver al día siguiente. Pero no lo hizo, ni al otro, ni al otro: no volvió a presentarse nunca más.
Helvetius comenzó a dudar de todo lo que había ocurrido. Pero aún le quedaba el fragmento de Piedra entregado por el desconocido y, animado por su esposa, decidió ensayar con ella.
Siguió todas las instrucciones que le había dado el desconocido en su última visita... ¡y el plomo se transformo en un oro tan puro, que el orfebre que lo examinó declaró que nunca en su vida había visto un oro tan fino!
Trasladémonos ahora al año 1666 y al domicilio de Helvetius, médico del príncipe de Orange. Helvetius, cuyo verdadero nombre era Johann Friedrich Schweitzer, había nacido en 1625, en el ducado de Anhalt. Con extraordinaria rapidez adquirió gran celebridad como médico y sabio eminente, hasta el punto de que el príncipe de Orange lo consideró imprescindible en su séquito.
Fue un tenaz adversario del arte hermético y atacó violentamente al caballero Digby y su polvo de simpatía cuando éste visitó la corte de Orange. Llegó incluso a publicar una diatriba contra aquel fraguador, que circuló rápidamente por toda la Haya.
Ahora bien, el 27 de diciembre de 1666, un desconocido solicité audiencia al médico, tal como en el caso de Van Helmont. Helvetius lo describió como hombre de unos cuarenta años de edad, bajo y de porte digno. El extranjero empezó felicitando al médico por su última obra, El Arte Pirotécnico, y luego hizo algunos comentarios sobre el libelo de Helvetius contra el caballero Digby. Después de aprobar la condena formulada por el médico, sobre el pretendido polvo de simpatía del fraguador, el visitante le preguntó si creía posible que existiese en la Naturaleza una panacea para curar todos los males.
Helvetius le contestó que conocía bien la pretensión de los alquimistas, los cuales aseguran poseer tal medicamento llamado oro potable — según había oído decir —, aunque él lo consideraba un auténtico señuelo; sin embargo reconoció que la obtención de tal fármaco era el sueño de todos los médicos.
Entonces preguntó al forastero si era uno de ellos.
El otro eludió una respuesta clara y pretendió ser un modesto fundidor de cobre que, por conducto de un amigo, había sabido que era posible extraer de los metales eficaces medicamentos. La conversación prosiguió en los mismos términos, cada cual hilando fino para hacer hablar al otro. Al fin, el visitante cambió de táctica y preguntó directamente a Helvetius si era capaz de reconocer la piedra filosofal cuando la viera.
Y Helvetius contestó:
—He leído varios tratados de adeptos célebres... Paracelso, Basilio Valentín, el Cosmopolita, y el relato de Van Helmont. Pero no pretendo ser capaz de reconocer la materia filosófica si me la mostraran.
Entonces, el extranjero se llevó la mano al bolsillo del pecho y extrajo una pequeña caja de marfil. Luego la abrió y mostró al médico un polvo de color azufre pálido.
—¿Veis este polvo, Maese Helvetius? —dijo—. Pues bien, aquí hay suficiente cantidad de piedra filosofal para transmutar cuarenta mil libras de plomo en oro.
Mientras dejaba que el médico tanteara con la yema del dedo aquel polvo, habló, enorgullecido, de sus maravillosos efectos medicinales. Luego recogió la caja y se la volvió a meter en el bolsillo. Helvetius le pidió que le regalara algunos fragmentos de su polvo para hacer un ensayo con ellos, pero el extranjero se negó, alegando que no tenía autorización. Sin embargo, como pidiera pasar a otra habitación resguardada de las miradas curiosas, el médico supuso que, al fin, le daría el fragmento de la piedra. Pero se engañó, pues el extranjero deseaba sólo mostrarle unas medallas de oro que llevaba cosidas a sus vestiduras. Después de manipularlas y examinarlas atentamente, Helvetius comprobó que aquel oro era incomparablemente superior, por su maleabilidad, a cuantos había visto antes. Bajo el siguiente alud de preguntas, el extranjero negó haber fabricado aquel oro hermético y adujo que se trataba sólo de un regalo; cierto amigo extranjero le había obsequiado con aquellas medallas. Seguidamente refirió al médico una transmutación efectuada ante sus propios ojos por el hipotético amigo, e indicó asimismo que aquel adepto utilizaba una dilución de su polvo para conservar la salud.
Helvetius fingió quedar convencido, pero insinuó que una demostración palpable lo acabaría de convencer. El extranjero se negó a ello, parapetándose siempre tras una autoridad superior. Finalmente, afirmó que pediría autorización al adepto, y si éste se la daba, volvería dentro de tres semanas para efectuar una transmutación ante el médico. Helvetius le despidió diciéndose que aquel individuo era un fanfarrón y que no volvería más.
Pero tres semanas después, el forastero llamó de nuevo a la puerta del médico del príncipe de Orange. Esta vez, el extraño personaje tampoco pareció tener prisa por hacer una demostración, pues entablé con Helvetius una conversación sobre temas filosóficos. Sin embargo, el médico la desvió reiteradamente hacia el propósito inicial, e incluso lo invitó a almorzar, para ejercer más presión. El extranjero persistió en su negativa.
A continuación inserto el relato de los acontecimientos subsiguientes, tomado de la obra de Helvetius Vitulus Aureus. Este extracto, traducido directamente del latín por Bernard Husson, apareció en el número 59 de la revista Initiation et Science.
Le rogué que me obsequiara con un poco de su tintura, aunque sólo fuera la porción necesaria para transformar en oro cuatro gramos de plomo. El se dejó ablandar por mis ruegos y me entregó un fragmento tan grande como una semilla de nabo, mientras decía:
“Recibid, pues, el tesoro supremo del mundo, que no han podido entrever ni siquiera los reyes ni los príncipes”.
“Pero, ¡Maese! — protesté yo —. Ese minúsculo fragmento no será suficiente para transmutar cuatro gramos de polvo”.
“Entonces me respondió”:
“Dádmelo.”
“Y cuando yo esperaba que me diera mayor cantidad, él lo partió en dos con la uña y mojando una de las porciones al fuego, envolvió la otra en un papel rojo y me la ofreció diciendo”:
Esto será más que suficiente.
“Decepcionado y atónito pregunté: ¿Qué significa esto, Maese? Yo dudaba ya, pero ahora me es absolutamente imposible creer que esta ínfima porción baste para transformar cuatro gramos de plomo.
“Pero él replicó”:
Lo que os digo es la verdad.
“Entonces le di mis más efusivas gracias y guardé mi tesoro, disminuido y sumamente concentrado, en una pequeña caja, mientras le aseguraba que efectuaría el ensayo al día siguiente y jamás revelaría a nadie el resultado de la prueba”.
¡Nada de eso, nada de eso! — exclamó él —. “Debemos hacer saber a los hijos del Arte todo cuanto manifieste la gloria de Dios Todopoderoso, a fin de que vivan como teósofos y no mueran como sofistas.”
Entonces fue cuando Helvetius confesó algo a su visitante. Durante su primera entrevista había tenido en las manos aquella caja con los polvos de proyección, y aprovechó la oportunidad para recoger con la uña algunas partículas y guardarlas bien, tan pronto como desapareciese el extranjero. Luego había hecho fundir plomo en un crisol y había arrojado dentro aquellos granos sustraídos, sin que se produjera transmutación alguna. El plomo había permanecido incólume en el crisol, mezclado con unas partículas de tierra vitrificada. En vez de indignarme, el extranjero se echó a reír y explicó que para conseguir la transmutación era indispensable una medida precautoria: se debía revestir el polvo con una bolita de cera, o bien envolverlo en un trocito de papel, a fin de preservarlo contra los vapores de plomo o mercurio, pues si no se hacía así, estos lo atacaban y le arrebataban todo su poder transmutatorio. Entonces dijo que tenía el tiempo justo para acudir a otra entrevista y por tanto, no podría presenciar la proyección, pero sí volver al día siguiente, si el médico quería esperarle hasta entonces.
Este accedió gustosamente, y mientras acompañaba a su visitante hacia la salida, le hizo varias preguntas. ¿Cuánto duraba la fabricación de la piedra? ¿Cuánto costaba el magisterio? ¿Cuál era la identidad de la materia prima y del mercurio filosófico? El extranjero rió otra vez ante tanta curiosidad y replicó que le era imposible enseñar todo el arte hermético al médico en unos instantes. Sin embargo, le reveló que la Obra era poco costosa y no requería un período exageradamente largo. Respecto a la materia prima, declaró que se extraía de los minerales; en cuanto al mercurio filosófico, era una sal de virtudes celestes que disolvía los cuerpos metálicos. Terminó diciendo que ninguna de las materias necesarias para la Obra tenía un precio excesivo, y que si se utilizaba la vía breve, se podía realizar todo el magisterio en cuatro horas. Como Helvetius lanzara una exclamación de asombro, agregó que existían dos vías, pues no todos los filósofos empleaban la misma, pero que, de todas formas, Helvetius debería de abstenerse de realizar la Gran Obra, porque sus conocimientos eran insuficientes, y todo cuanto conseguiría sería perder tiempo y dinero. Con estas palabras tan poco alentadoras se despidió del médico, prometiéndole volver al día siguiente, promesa que no cumpliría.
Helvetius tenía intención de esperar el regreso del artista desconocido, pero su esposa, a quien habría informado sobre el extraño suceso, se mostró demasiado impaciente y quiso intentar la proyección sin mas demora. Aguijoneó Incesantemente a mi marido para que hiciera por sí solo la operación, puesto que sabía ya cómo proceder. Cansado de discutir, Helvetius accedió y ordenó a sus ayudantes que encendieran fuego bajo un crisol. No tenía ninguna confianza en el éxito del ensayo, y sospechaba que aquel visitante —pese a sus palabras y a su aire digno— era un charlatán que, llegado el momento decisivo, había preferido recurrir a la huida. Si su mujer no hubiese insistido tanto, él probablemente se habría abstenido de hacer tal experimento, pues las razones aducidas por el extranjero para explicar su fracaso no le parecían nada convincentes. Se le antojaba absurdo que un poco de cera o papel preservase el valor transmutatorio de aquellos ínfimos polvos. Por todo ello, procedió al experimento sin la menor Convicción.
Buscó un viejo tubo de plomo y lo colocó en el crisol; cuando se hubo fundido, su mujer echó el polvo de proyección envuelto en cera. Entonces la materia entró en ebullición y se dejaron oír fuertes silbidos. Al cabo de quince minutos, la totalidad del plomo se había convertido en oro.
Acto seguido, Helvetius refundió el oro para formar un lingote, que llevó sin tardanza a un orfebre vecino. Este lo probó con la piedra de toque y le ofreció cincuenta florines por onza. Naturalmente, el médico no quiso venderlo y empezó a mostrarlo a sus numerosas amistades. El hecho se difundió muy pronto por toda la Haya y sus contornos, hasta tal extremo, que el maestro de pruebas y supervisor de moneda en Holanda, Maese Povelius, le hizo una visita para pedirle que permitiera revisar el oro hermético en los laboratorios oficiales, bajo su dirección. Se acordó hacerlo. Lo trató siete veces con antimonio, sin lograr hacerle perder peso; lo sometió a todas las pruebas esenciales con especial meticulosidad, pero se vio obligado a reconocer que, efectivamente era oro y de una ley jamás vista.
Hasta aquí el extracto que hemos entresacado de la obra del escritor J. Sadoul.
Todavía, en el British Museum, se puede apreciar un fragmento de Oro Alquímico. El catálogo afirma que fue producido en Bapora en octubre de 1814 ante la presencia del coronel Macdonald y del doctor Colquhoun.
LA NECESIDAD DE CREER
Podríamos seguir relatando casos de transmutaciones célebres durante mucho tiempo.
Podríamos relatar la transmutación que llevó a cabo el Emperador Fernando III gracias a la Piedra que le llevó el alquimista Richthausen, discípulo de Labujardière (de quien la obtuvo), o la efectuada por el escocés Alejandro Sethon para convencer a dos escépticos a ultranza, Wolfgang Dienheim y el profesor Zwinger, de la Universidad de Basilea.
A principios del siglo XVII aparece publicado en Praga, Frankfurt y París un pequeño tratado de alquimia firmado anónimamente por una figura denominada El Cosmopolita. No ha sido posible aún aclarar con claridad el misterio de la personalidad que se encuentra detrás del reservado alquimista. En cuanto a la figura histórica asociada a este pseudónimo literario, varios autores se inclinan hacia un alquimista de la época llamado Sendivogius, que fue discípulo a su vez de Sethon, famoso alquimista de la corte de Baviera, que muy posiblemente fuese el verdadero autor de esta obra llamada: Nueva Luz Alquímica o Los doce tratados del Cosmopolita.
El escocés Alejandro Sethon, nació a mediados del siglo XVI cerca de Edimburgo y recorrió durante su juventud y madurez la Europa del renacimiento recién convulsionada por Miguel Ángel, Tiziano y Rafael, en pos de la ansiada Piedra de los Filósofos buscada por muchos hijos de Hermes y encontrada únicamente por algunos solitarios...
Sethon aparece en 1603, como un afamado alquimista, en Crossen, residencia del duque de Sajonia, Christian II de Baviera, en esta corte y ante el mismo duque realizó una transmutación, pero ante la avaricia del noble, Sethon se niega a revelarle el secreto de la transmutación alquímica y Christian II le hace detener entonces ordenando torturarle hasta quebrantar sus huesos.
La figura de Sendivogius se une a la de Sethon precisamente en esa misma prisión de Crossen, y mediante sobornos a los carceleros, consigue rescatarle y huir con él a Cracovia. Al poco tiempo Sethon moriría a causa de las heridas y Sendivogius continuaría su preciada obra publicando el año siguiente, esa interesantísima obra alquímica: Los doce tratados o el Cosmopolita, con el diálogo del Mercurio y del Alquimista, que se publicaron bajo el título de Nueva Luz Química, la cual llegó a influir sobre alquimistas importantes, de los cuales cabe destacar a Ireneo Filaleteo.
El enigma de su identidad queda más que claro cuando Sendivogius/Sethon cita en su obra:
“Si preguntáis quién soy, yo soy Cosmopolita, es decir, ciudadano del Universo. Si me conocéis y queréis ser honestos, callaros; si no me conocéis, no os informéis más, porque jamás declararé a hombre viviente alguno, que he hecho público este escrito. Creedme, si no fuese de la condición que soy, no habría nada más agradable para mí que la vida solitaria o vivir en un tonel como otro Diógenes, porque veo que todo lo que hay en el mundo no es más que vanidad, que reinan el fraude y la avaricia, que todas las cosas se venden y que en fin la malicia sobrepasa a la virtud. Veo ante mis ojos la felicidad de la vida futura y ello es lo que me da alegría…” [El Cosmopolita; Nueva Luz Alquímica o Los doce tratados del Cosmopolita]
Dice en su tratado El Cosmopolita:
“La Naturaleza es única, y no hay más que un solo Arte, pero existen diversos obreros. En cuanto a que la Naturaleza extrae las cosas de los Elementos, ella los engendra por la voluntad de Dios, de la primera materia, que sólo Dios sabe y conoce. La Naturaleza produce las cosas y las multiplica mediante la segunda materia, que los Filósofos conocen. Nada se hace en el mundo más que por la voluntad de Dios y de la Naturaleza; porque cada elemento está en su esfera, pero uno no puede existir sin el otro y, sin embargo, estando juntos no se ponen de acuerdo. Pero el Agua es el más digno de todos los elementos, porque es la madre de todas las cosas y el espíritu del fuego nada sobre el agua. Mediante el fuego el agua se convierte en la primera materia, la cual se hace mediante el combate del fuego con el agua; y así se engendran vientos o vapores propios y fáciles para ser congelados por la tierra, por el aire crudo, que desde el comienzo ha sido separado de ella; la cual se hace sin cesar mediante un movimiento perpetuo; porque el fuego o el calor no es excitado más que por el movimiento.” [El Cosmopolita; Nueva Luz Alquímica o Los doce tratados del Cosmopolita]
“Aquel que no tenga, en esta santa y venerable Ciencia, al Sol por antorcha que lo alumbre y al cual la Luna no descubra su luz argentina entre la oscuridad de la noche, caminará en perpetuas tinieblas. La Naturaleza tiene una luz propia que no aparece a nuestra visión. El cuerpo es a nuestros ojos la sombra de la Naturaleza; por eso en el momento en que alguien es iluminado por esta bella luz natural, todas las nubes se disipan y desaparecen ante sus ojos; pone todas las dificultades bajo el pie, todas las cosas le son iluminadas, presentadas y manifiestas, y sin impedimento alguno puede ver el punto de nuestra Magnesia, que corresponde a uno y otro centros del Sol y de la tierra, porque la luz de la Naturaleza lanza sus rayos como un dardo hasta allí, y nos descubre lo que hay más escondido en su seno. Igualmente también, nuestro entendimiento hace una sombra a la sombra de la Naturaleza: todo, al igual que el cuerpo humano, está cubierto de vestidos, y así la Naturaleza humana está cubierta por el cuerpo del hombre, la cual se ha reservado Dios cubrir y descubrir según le place.” [El Cosmopolita; Nueva Luz Alquímica o Los doce tratados del Cosmopolita]
Pero una relación de este tipo sería demasiado larga y fatigosa, con la repetición constante de unos mismos acontecimientos: la transformación del plomo o del mercurio en oro, gracias a la proyección de unos polvos misteriosos calificados como la Piedra filosofal.
Pero el conjunto de todos estos relatos nos hacen ver una necesidad: la necesidad de creer.
Es difícil sustentar, a lo largo de tantos años y a través de tantas personas, un engaño, una,mentira, sino se tiene más que la esperanza o la ambición. Tal vez todos estos relatos sean imaginarios, pero su número es demasiado abrumador, sin tener en cuenta que algunos de ellos son precisamente obra de personas escépticas, a las que sería difícil engañar.
Por otro lado, como lo atestiguan reconocidos científicos modernos, la alquimia predijo la fisión del átomo (bomba atómica); además, como argumentan los científicos Sherr, Bambridge y Anderson(1941) “… han obtenido isótopos de oro radiactivo bombardeando el mercurio con neutrones rápidos. Asimismo, se provoca la transmutación del mercurio en platino mediante reacción, y en talio, por medio del bombardeo protónico o deuterómico”, procedimientos extremadamente costosos.
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